Capítulo XV
La carne de la osa
La poca carne que el hombre de Tari logró traer a la Roca fue un escaso alivio para su cabaña, la de su madre y la de otras familias necesitadas que se encontraban en una situación casi desesperada. Había muchas bocas que alimentar de hombres y de lobos. Estos últimos, famélicos, aguantaban con casi nada. Murieron menos que los hombres.
Entonces, uno de los más veteranos cazadores recordó algo que había visto cuando llegaron las primeras nieves. En los cazaderos de Tari casi no había osos, pero alguna vez cortaban alguna de sus huellas e incluso veían en las primaveras alguna hembra con crías en las zonas más inaccesibles y de cortados más abruptos y algún macho solitario. Y fue la imagen de una osa con su cría de aquel año la que vino a la memoria del cazador.
Muy cerca de las juntas de su río con el Badiel, donde habían llegado en una de las últimas y largas expediciones antes de que las ventiscas de nieve se hubieran apoderado por completo del invierno, existía un enorme bosque, un inmenso encinar que llegaba casi a las mismas márgenes del río. Y allí, el hombre había visto las huellas de los plantígrados. Estaban regresando ya, pero el viejo y experimentado cazador quiso quedarse un poco atrás, intentando descubrir a aquella posible presa, aun sabedor de que un oso no se caza como un corzo y que harían falta muchas lanzas, suerte e incluso heridas para poder abatirlo.
No logró ver a los animales, pero averiguó algo. En una hondonada muy cobijada, donde la vegetación ribereña se solapaba con la del encinar, había un gigantesco árbol medio caído, casi descuajado, con un montículo de tierra pegado a sus enormes raíces. La parte inferior del tronco estaba absolutamente hueca. En la tierra removida de las raíces había sido excavada una entrada y junto a ella las huellas de la osa y de la cría eran numerosas. Como si hubieran estado merodeando con frecuencia por aquel lugar. El hombre, antes de retirarse para alcanzar cuanto antes a sus compañeros, pensó que allí era donde la osa se metería a dormir aquel invierno. Porque sabía, alguno habían descubierto y matado, que los osos en invierno duermen y no es hasta que vuelve el sol a revivir la vida cuando salen de nuevo de sus madrigueras.
Ese recuerdo y ese pensamiento es el que contó en el desesperado fuego de los cazadores de Tari. Era un albur, una remota posibilidad, pero apenas tenían otra de supervivencia. La carne de una osa, y si además estaba con su cría grande, significaría quizás la diferencia entre lograr sobrevivir al invierno o acabar por perecer todos los fuegos de la Roca.
Decidieron que los cazadores que más fuerza y energía conservaban, sin llevarse para su sustento nada más que unos tasajos de ciervo y unos puñados de endrinas, irían hacia el lugar y lo intentarían. Al fin y a la postre, habrían de salir de cualquier forma a tratar como fuera de conseguir comida, y aquel destino, al que se podía llegar bajando por las márgenes de su río, era tan bueno o tan malo como cualquier otro.
Así que, encabezados por el hombre de Tari con sus dos lobos, un pequeño grupo de cazadores avezados, entre ellos el veterano que creía poder localizar el refugio del plantígrado, hasta completar una mano, se dispusieron para la partida. Salieron de la Roca. Silbó el de Tari y desde su refugio del Chorrillo se descolgó el Blanquino, que prestamente encabezó, adelantado un trecho, la fila.
La andadura fue penosa y a punto estuvieron de no poder alcanzar su meta. Las dos primeras jornadas, una vez que dejaron atrás los Farallones Rojos, no consiguieron cazar nada. Habían agotado casi por completo sus reservas cuando los lobos echaron una piara de jabalinas con sus crías que estaban refugiadas entre la maleza cercana a la ribera del río. Fue algo imprevisto y que les cogió por sorpresa, pero un venablo alcanzó a unos de los «bermejos» que iban con la hembra y los lobos consiguieron atrapar un segundo. Hubo alegría en la partida. Hombres y animales se saciaron y aquella noche el olor de la carne asándose en el fuego hizo que éste les pareciera más alegre. Como si aquello fuera el presagio de que al fin la suerte les sonreía. Todos preguntaban al viejo cazador si recordaba bien el sitio, si tenía la seguridad de que allí hallarían dormida a la osa. Éste asentía y, aunque en su fuero interno anidaban las dudas, no quería que se trasluciera su inseguridad al resto de sus compañeros. El también, con el estómago lleno, sentía el ánimo elevado.
Luego la suerte volvió a serles esquiva y el ánimo a torcerse. Hubieron de atravesar una zona muy expuesta al vendaval, allá donde el río bordea una enorme muela pétrea de enormes cárcavas, y fue cuando la tormenta, que aunque no cesaba del todo sí daba alguna tregua, arreció de nuevo. Era imposible continuar el camino por la orilla del río, donde hubieran podido avanzar algo más a cubierto, y hubieron de ascender a la planicie donde el viento y la nieve les golpearon con toda su furia. No había árboles, sólo matojos desolados, que les protegieran, y el frío era tan intenso que detenerse únicamente podía conducirles a la parálisis, el agotamiento y la muerte. Pero ellos estaban reconfortados y animosos, y el hombre de Tari fue en aquellos momentos el líder que no se rindió, que perseveró ante todos, plantando cara al aire y avanzando sin desmayo paso a paso. Por la tarde habían logrado de nuevo descender a las márgenes del río, y allí, más cobijados y al calor de una gran hoguera, recuperaron buena parte del ánimo perdido. Además, y antes de descender, habían divisado desde lo alto la mancha enorme del encinar al cual se dirigían.
Alcanzaron el bosque a media mañana del siguiente día, que incluso trajo algo de mayor claridad y hasta pudieron presentir el sol detrás de las nubes, menos espesas y algo más clementes. El viejo cazador, nada más adentrarse en la foresta, tomó la delantera. Todos confiaban en él y al principio éste pareció tener muy preciso y fijo el lugar al que se dirigía. Pero, llegada la tarde, y ya con las sombras de nuevo sobre ellos, no había conseguido dar con el sitio, se le observaba desorientado, y el desaliento volvió a anidar al lado de la hoguera.
—¿No reconoces el lugar? —preguntaban todos.
—La nieve me confunde. Todo parece igual. Pero lo hallaré. Hemos de seguir la orilla sur del río. Estaba de este lado, y en cuanto tropecemos con el lugar, sabré conduciros —contestaba, aunque por el tono de su voz delataba que su seguridad era más para no desesperar a sus compañeros que por estar él mismo convencido.
—Si no encontramos la osera, cazaremos otros animales. Aquí, en este monte espeso y protegido, ha de haberlos. Volveremos a la Roca con carne. De la osa o de lo que sea. O no volveremos —sentenció el hombre de Tari.
Fue al finalizar la mañana siguiente cuando el guía se paró de pronto y, con gran aspaviento, señaló con un gesto decidido y enérgico la pequeña vaguada, musitando a modo de excusa.
—Se me hacía que nos habíamos pasado. Pero entonces, sin tanta nieve, el camino se hizo más corto y tardamos menos.
Localizado el lugar, la partida se detuvo. Llegaba el instante decisivo. No tardaron en divisar también el enorme árbol, aunque les costó cierto esfuerzo, pues estaba cubierto casi por completo de nieve. El viejo cazador se aproximó al enclave con el mayor sigilo y señalizó el lugar por donde recordaba estaba la boca de la madriguera, entre las raíces descuajadas, ahora tapada totalmente por el manto blanco. Circunvaló luego, a prudente distancia, lo que quedaba del gigante arbóreo caído y se detuvo justo al lado contrario de la base del árbol hueco. Luego volvió junto al grupo, que se organizó con gestos y apenas musitando.
—A la osa, si está dentro, la obligaremos a salir con fuego y humo.
—¿Y por qué no metemos al lobo?
—La osa lo mataría dentro. No. Lo haremos con fuego y humo. Recoged toda la leña y madera que podáis.
El hombre de Tari hizo, a considerable distancia de la guarida, nacer el fuego. Escarbando bajo la nieve consiguieron matojos y hierba menos empapados que en la superficie. Se trataba de provocar la humeada y hacer salir a los animales. Fuera le esperarían las lanzas. La lanzas más fuertes, pues contra la piel aquélla los venablos ligeros no valían.
Por fin avanzaron con el corazón en vilo. Podían haber llegado hasta allí y que en aquella madriguera no hubiera nada. Eso es lo que les roía el corazón. Daban por seguro que, de estar dentro, la cazarían.
Rodearon primero el árbol caído. Cada cazador se apostó en un lugar determinado. Y empezaron a retirar la nieve del montículo bajo el cual debía encontrarse la boca de entrada. No hablaban y habían sujetado a los lobos a una cierta distancia. Tan sólo el del Tallar permanecía al lado del hombre de Tari.
Tardaron poco en llegar a la tierra, y allí, casi de inmediato, descubrieron que había sido removida y que había una especie de tapón de brozas.
Aquello les hizo concebir todas las esperanzas. La osa estaba dentro, se decían en sus cabezas, y con gestos se lo comunicaban, pero sin hablar en absoluto los unos a los otros. La excitación crecía y las manos aferraban con fuerza los astiles de las gruesas lanzas de fresno.
El tapón de brozas secas fue el mejor combustible. Allí prendieron fuego y lo empujaron hacia dentro. Luego, expectantes, tensos, esperaron. Durante un tiempo que les pareció interminable no oyeron nada. Al cabo de un rato, hubo una conmoción en el montón de nieve. Pero no por la entrada, sino por el lado opuesto. Un animal salía.
La cría de la osa brotó asustada y confusa ante el hombre que aguardaba. El lobo del Tallar ya estaba allí. El plantígrado, al verse sorprendido por el hombre y el lobo, se levantó de manos. Y ya tenía una lanza clavada profundamente en el vientre cuando otro cazador arremetió contra ella por el costado. Cayó revolcándose y dando gritos quejumbrosos. Otros hombres querían ir hacia ella, pero el de Tari los detuvo.
—No os mováis, la grande puede salir por esta entrada.
Y así fue, la osa intentó salir por la entrada entre las raíces. Asomó su gruesa cabeza, pero antes de que pudieran atacarla, la ocultó de nuevo sin sufrir más que un pinchazo.
—Sabe que estamos aquí. Más fuego, nos hace falta más fuego.
Metieron brozas y las empujaron. La cría agonizaba. Y quizás fueron esos lastimeros sonidos los que hicieron aparecer finalmente a la madre. Salía furiosa, dispuesta a matar a aquellos que estaban hiriendo a su hija, salía con las enormes fauces abiertas y las garras prestas a rajar a todo el que se pusieran su alcance.
Pero fue ella quien estuvo a merced de todas las lanzas. Cuando intentaba salir por la apertura más pequeña, quedó incluso algo impedida, y aunque la corteza cedió y pudo hacer brotar su enorme corpachón, ya tenía dos lanzas hundidas, en medio de gritos y alaridos de los humanos —ahora los hombres sí que gritaban y los lobos silenciosos la acechaban y mordían.
En su ira inmensa aún alcanzó a herir. Un lobo salió disparado por los aires gañendo de dolor hasta aterrizar sobre la nieve que comenzó a teñirse del rojo de la sangre.
Pero la osa estaba perdida. Cinco lanzas la atravesaban cuando trató todavía de levantarse sobre sus patas traseras en un último gesto desesperado. Cayó muerta, desplomada justo al lado donde su hija todavía agonizaba.
Los hombres, sin confiarse del todo, se acercaron con cautela, y el hombre de Tari le hundió una última lanza en el corazón. Con un último estremecimiento, la osa le dio su carne a la manada de hombres y de lobos de Tari.
Antes de alborozarse, se congregaron alrededor de los dos animales muertos, en tanto que el dueño del lobo herido se acercaba a él y al ver su estado, totalmente desventrado y con las entrañas desparramadas por la nieve, lo remataba también de otro golpe de venablo.
En aquel momento, el hombre de Tari cogió en el cuenco de sus manos sangre de los dos osos y pidió al cazador que había perdido a su lobo que hiciera lo propio con su sangre. La trajo y las juntaron, y el hombre de Tari la elevó hacia el cielo plomizo y gris dando gracias a la Madre de todos los seres vivos por habérsela concedido para que ellos, la manada de Tari, pudieran sobrevivir al invierno.
El tiempo de la hierba nueva
Los brezos han tendido, como si fueran inmensas pieles tapando las montañas, sus flores moradas por lo más alto de las laderas. Las extienden al sol, que en las praderías altas y en los resguardados valles ha traído ya la hierba nueva. Los verdes intensos vencen al blanco en la tierra, y en el cielo el gris de la ceniza se retira ante el empuje de azules lavados por las aguas.
Ha vuelto el lobo a subir a las más altas cuerdas, a caminar por entre los extensos brezales, rodeado de su color y de su aroma; a asomarse a la profundidad de los valles, a los arroyos, a los ríos espumeantes, a las mínimas cascadas que se dejan caer incluso a los caminos, a las riegas que bajan desde los más altos picachos, al prado apacible y recogido y al que se retrepa por el monte y combate con el matorral; a atalayar el canchal, el recodo, la laguna a la que sigue entrando el agua del deshielo, a contemplar al abedul, al piorno, al roble, al acebo, al serbal, al castaño y al avellano. Parece sentirse, perdida la borra del invierno más ligero, y querer hacer también él carreras con el viento o con la sombra de la nube que corre por la ladera.
Bajará pronto. Descenderá donde el morado será el del lenguazo, el amarillo de los jaramugos, el rosa de peonías y el blanco de las jaras. Bajará a cazar a las alfombras de flores entre las que el corzo esconde a sus crías sin olor para que no le falte alimento a las suyas. Bajará a cazar cerca de Tari, donde el hombre saluda igualmente al sol más calido y quisiera extender su piel al aire. Pero el humano ahora está atónito ante un inmenso arco que acaba de nacer en el cielo y que tiene juntos todos los colores de los que pueden vestirse todas las plantas en la tierra. Han pasado las nubes y han dejado el agua, pero al mirar donde estuvo el aguacero, lo que se levantan son colores.
El hombre de Tari piensa que ha descubierto el gran secreto. Los colores de la hierba, del brezo y el lenguazo, del jaramago, de la malva y hasta el color del mismo fuego están allí, en el horizonte, los está viendo todos juntos en este mismo instante y son las plantas las que los capturan con la lluvia y luego cada cual se viste con el que se considera más hermoso. El hombre de Tari sabe y siente la hermosura. El lobo no ve los colores del arco. Pero siente alegría por el olor húmedo y joven que surge de la tierra.